Ser abogado es de las profesiones de las que peor he oído hablar fuera de casa desde que era pequeño. Pero me parece una vocación que requiere de años para ser valorada con justicia, y nunca mejor dicho, como los que mi madre me ha brindado.
Mis primeras nociones acerca de la existencia de esta vocación se remontan al repiqueteo por las noches de las teclas de una Hispano Olivetti —creo que Lexicon 80— combinados con mis llantos a la mañana siguiente cuando la mecanógrafa por obligación se marchaba a trabajar, muy en contra de mis deseos de hijo madrero. De por aquel entonces también tengo vagos recuerdos de carpetas de papeles de dos o tres dedos de grosor, a los que yo tenía terminantemente prohibido poner la mano encima so pena de azote por motivos obvios y mis vocaciones artísticas con las témperas, de las que alguna pared de casa daba fe. Además, ya en aquel tiempo para mí esos tochos de folios eran sinónimo de madre ocupada, motivo por el que les cogí mucha manía, deseando día tras día que dejasen de aumentar. A pesar de lo cual, más tarde invertiría mi odio para pensar que mejor cuanto más espesor tuvieran.
Sin embargo mi cercanía con la abogacía comenzó unos años antes […] (continuar leyendo)