Hoy es víspera del día de reyes (o epifanía de Nuestro Señor o santos de los Baltasares, Gaspares y Melchores) y esta noche para mí es de las mejores del año. Es cierto que cada año va cambiando, con detalles que la hacen algo diferente de las de ocasiones anteriores, pero la esencia es constante y cada vez no puedo evitar hacer memoria.
El pistoletazo de salida para la cuenta atrás de esta noche siempre empezaba en la guardería. Recuerdo que llegaba un día del año en que tenía que ir de pastorcillo y luego en clase, de repente, aparecían sus majestades a buscarnos. Unos salían corriendo hacia estos señores barbudos (o hipsters de ahora) y otros nos poníamos colorados de la vergüenza, sobre todo con Baltasar, el que por cierto creo que siempre ha sido el más querido por todos.
Las primeras noches de reyes que recuerdo son con mis primos de mi misma edad. Nos metíamos todos a dormir con unos nervios como los del último examen de la carrera. Obligados a tener la luz apagada, agotábamos los borreguitos que contar e intentábamos sin éxito salir de la habitación para ver si sorprendíamos a sus majestades con las manos en los polvorones. De una manera o de otra el sueño y la oscuridad siempre acaban ganándonos la merecida partida, que al día siguiente provocaba que el primero en despertarse saliera de la cama de un respingo corriendo hacia el salón, con el resto de la troupe detrás. Siempre queríamos que ese día fuese eterno, porque al siguiente las vacaciones de Navidad llegaban a su fin.
Estas primeras noches de reyes sufrían actualizaciones cada año, tanto en el lugar como en los regalos y por supuesto en el ingenio de nuestros padres para tenernos despistados. Cualquier excusa nuestra era buena para intentar pillar a sus majestades, como estar durante toda la noche echando viajes al cuarto de baño o turnarnos para estar asomados a la ventana por si veíamos a los camellos. A veces hasta nos decían a media noche eso de «¡niños han venido los reyes!», pero nunca había manera de sorprenderlos ni nosotros nos preguntábamos el porqué. También hubo alguno que otro de estos primeros años en los que los regalos no los dieron directamente sus majestades en persona, pero que para dejar descansar a los camellos habían decidido recorrer las calles en remolques tirados por tractores. Lo cual a mí, como enamorado de los tractores en mi niñez, me encantaba.
Conforme fuimos creciendo se fue esfumando parte del misterio, sumado al típico aguafiestas del colegio con su archiconocida frase acerca de quiénes eran los reyes. Pero también fueron viniendo nuevas remesas de primos con los que aprovechábamos para revivir nuestras noches de reyes anteriores. Las innovaciones de emplazamientos y técnicas de despiste fueron mejorando, así como la disponibilidad de sus majestades, que algún año incluso llegaron a venir a casa a despertar en persona a los más pequeñajos de la prole. Sus caras de ilusión eran para enmarcar, como la de los peques.
Siguieron pasando los años, los peques también se fueron haciendo grandes pero entre unos y otros hemos sabido conservar lo básico de esta noche, la ilusión. Ya no hay misterios, ahora somos nosotros quienes planeamos y vamos pitando con cosas de última hora, pero cada año hacemos lo posible para que siendo nosotros los que tenemos barba (o que ya quisiéramos) podamos quedar, ver la cabalgata, comernos el roscón, nombrar al rey y al de la haba, abrir los regalos y dejar que la magia de esta noche haga de las suyas en el niño que cada uno llevamos dentro. Porque estoy seguro que todos tenemos una carta en la mente, que nunca relevamos a nadie pero que deseamos más que nadie.