Más de hacer y menos de decir

Este pasado fin de semana fue de los de hacer de todo un poco y parar aún menos. Pero a raíz de tertulia asiático en mano, dilucidar en la cafetería del tren, unos cuantos tuits y leer los siempre directos artículos de Lola Gracia (como el Corazón cínico) le he estado dando vueltas a lo que antes era perder el sentido por alguien y a lo que es ahora. A que como leí en un azulejo en casa de un amigo «para torear y casarse hay que arrimarse».

Los que no lo vivieron quizás nunca lo sepan y los que sí lo hicimos no lo repitamos, pero hasta no hace tanto hubo un tiempo en el que éramos más de hacer y menos de decir. Más de imaginar con la ilusión de que convirtiese en plan y menos de fantasear y olvidar al pulsar un botón.

El valor y el riesgo podían empezar llamando al número de teléfono de la casa de una chica y descolgándolo su padre, interrogándote la madre con sus habilidosas técnicas natas o escuchando los hermanos en otro teléfono. Continuaban con la correspondencia postal en el periodo estival por más que intentases ser el primero en llegar al buzón. También podían continuar cuando ibas por primera vez a casa de la muchacha y casualmente estaban en el salón y con ganas de conversación la madre, el padre, la abuela, alguna vecina y hasta la prima del pueblo. Situaciones que a cualquiera le daban vergüenza pero que implicaban mojarse.

La presentación a los círculos de amigos no tenía por qué ser más fácil que a la familia. Especialmente como el amigo del alma fuera un enamorado en secreto de la chavala y le cayeras mal a la mejor amiga. Ahí tenías una cruz que irías descubriendo conforme la churri fuera confiando en ti contándote todo lo que le sueltan su par de confidentes favoritos. Además, si la relación terminaba siempre estarían esas dos personas para retirarte el saludo y regalarle unos cuantos rumores falsos sobre ti a todo oído aburrido. Pero ahora ya es con suerte si alguien del entorno de ella se cosca de algo. Menos explicaciones y más facilidades para aparecer y desaparecer. Lo llaman «vivir cada momento como si fuera el último» pero ni de lejos es con la pasión de lo que era antes. No te puedes declarar si no dejan el WhatsApp aunque sea un momento en el bolso. Lo de la multitarea no es para esos momentos.

Las distancias ya eran una dificultad, aunque posiblemente menos que hoy. Le intentábamos buscar un punto de vista romántico al andén de cada estación, al modelo de tren o incluso al conductor de autobús que no podía evitar reírse entre tantos baños de lágrimas. No había carretera lo bastante mala ni hucha lo bastante blindada que pudiera impedir que dos que se querían se achuchasen. Si te daba calabazas pues te las daba, pero no era el fin del mundo. Había cosas más importantes en la vida, por más que ahora nos las demos de más dolidos que nadie porque nos plantaron una vez.

Las oportunidades de encontrar a ese alguien especial podían estar en cualquier sitio. Si no se arriesgaba y con clase no se podía ganar. Que ahora no se tiene arte ni para coleccionar candidatos. Instituto, universidad, biblioteca, playa, cumpleaños, deporte, bar, viaje, supermercado,.. No salíamos de casa siempre con la escopeta cargada, como ahora, ni importaba cuánta gente estuviera invitada ni su aspecto físico. Se busca pasarlo bien y se disfrutaba más que hoy, que si no tenemos previamente una cifra aproximada del ratio de mujeres por hombre ni fotos de ellas preferimos quedarnos en casa viendo una serie friki descargada de Internet o esperando a que nos ciberadopten.

Tenemos unos medios de comunicación y transporte como nunca. Y una candidez —por decirlo educamente— también.

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