El cucaracha

Cuentan que hace unos años hubo un bar en Madrid cuyo nombre aún existente no revelaré, al que solían ir unos compañeros de trabajo a comer con frecuencia. Buen precio y comida decente era el principal reclamo para esta gente. A pesar de que la dueña era un tanto cansaalmas.

Rara era la semana en que alguno de los días en que los colegas visitaban el establecimiento, la dueña y también cocinera no les interrogaba. Dónde habían estado el día anterior, por qué había faltado fulanito, que si es que acaso no les gustaban los platos, que si iban a ir al día siguiente,.. estaban entre su repertorio favorito de preguntas. Pero eso, dentro de lo que cabe, podía ser admisible. Después de todo, como también tenía que cocinar había también un hombre que era más discreto para la profesión de servir mesas.

Un día, en una de las pesadas chácharas de la patrona, apareció una cucaracha por la pared. Por rápido que actuó la mujer apoyando la mano con mucho disimulo sobre el ortóptero, como si descansase del cansancio, y llevándosela lentamente hasta el bolsillo, la visita inesperada no pasó de inadvertida para nadie. Ni para los comensales. Aunque a pesar de la sorpresa, hubo quien se atrevió a seguir yendo por un tiempo.

Otro día, uno de los valientes que siguieron acudiendo a zamparse el menú, se encontró la sorpresa más de cerca y en mayor número. Recién le habían puesto una ensalada cuando de debajo de la lechuga salieron un par de cucarachas pequeñas correteando. Quedando bautizado ya para siempre el bar e incluso el establecimiento como «el cucaracha». Desconozco por qué no como «la cucaracha», a la que por supuesto se le hizo el vacío instantáneamente.

A cuento de esto me viene al recuerdo el consejo que siempre nos daba un amigo que estuvo dedicándose a la hostelería: a las cucarachas les gusta salir de noche; si las veis de día en un bar puede que se deba a que hay ya tantas que no entran todas en el escondite.

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