Buscando a David

Las experiencias de compartir piso son fuente inagotable de situaciones anecdóticas en su mayoría. Fe de ello puede dar un servidor, pero mejor aún un amigo que de vez en cuando rememora en alto los mejores momentos vividos en el último piso que compartió, entre otras personas, con una chica de lo más peculiar y cuyas historias protagonizan las siguientes minihistorias.

Con frecuencia, los compañeros de piso le adivinaban lo que había comido. Se cruzaban por el piso y le preguntaban que si había comido macarrones, por ejemplo. A lo que ella, cada vez, se mostraba bastante sorprendida de cómo eran capaz de acertarlo. Y es que si ella había comido macarrones y le habían sobrado algunos, metía el plato tal cual, de manera que si no se los encontraban los compañeros lo hacía el fontanero en una de sus múltiples visitas. Por lo visto ella no captaba lo que le querían decir.

De entre sus cualidades más nobles destacaba su hospitalidad. Una noche de fiesta, ya en la conocida popularmente como hora de la presa débil, se le presentó un chaval. Estuvieron de palique hasta que cerró el local y se acabó la fiesta, nunca mejor dicho. Ella dijo que se iba a casa a dormir y el muchacho le dijo que vivía fuera de la ciudad y que no tenía cómo volver a casa a esas horas. Así que la chica le respondió que no se preocupase, que le daba cobijo. «Esta es la mía» debió pensarse el tipo, hasta que ya en el piso la chica le ofreció el salón para dormir, en pleno invierno y sin una sola manta. Total, que unas horas después, ya por la mañana, los compañeros de piso se encontraron a un extraño echado en el sofá y tiritando, al que le ofrecieron una manta por lástima. El acogido le contó a los compañeros que se pensaba que había ligado con ella y que dormiría acompañado.

No está claro si porque era de poco más de metro y medio, pero iba con tacones a todas horas sin importarle el descanso ajeno. Lo cual unido a una especial manera que tenía de pisar y que sus compañeros de piso trasnochaban menos, ocasionaba una guerra encubierta de liar todo tipo de ruidos cuando ella dormía. Entre las prácticas de sus compañeros parece que la más habitual era pasarle la aspiradora por la puerta de su habitación durante un buen rato las mañanas pos fiesteras.

Como persona de letras y fiel a los tópicos, no tenía ni idea —ni quería tenerla— de conocimientos básicos de electricidad del hogar. Por cosas así, una tarde se escuchaba en el piso un clac, clac, clac, clac durante un buen rato. Uno de los compañeros del piso acudió a la habitación de nuestra protagonista, de donde procedían los ruidos. Se encontró que llevaba todo ese rato dándole al interruptor de la lámpara del techo, que no se encendía. El chaval le dijo a ella la causa y fue a buscar una bombilla de repuesto. Ella asintió y en cuanto nuestro héroe salió de la habitación volvió a oír repetidamente el clac-clac.

Por lo que sea, en cuanto a sentido común de la limpieza tenía también una manera especial de pensar. Una noche se la encontraron en la cocina intentando barrer un huevo roto en el suelo. Admitió llevar unos minutos en los que no había conseguido meterlo en el en el recogedor.

Como colofón, la protagonista era extranjera, venida a España porque una vidente en su país le dijo que el hombre de su vida se llamaría David —/ˈdeɪvɪd/ para ser exactos—y que lo conocería aquí. Motivo por el que cuando conocía a un chico, si se llamaba David, el afortunado se encontraba la alfombra roja. De lo contrario, ajo y agua o sofá al raso en el mejor de los casos.

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