Me despierto a no sé ni qué hora. Mi reloj digital sustituto desde hace casi un año del de agujas al que sigo sin buscarle correa marca las 1231. El tren a las 1629 en Chamartín. Me sobra tiempo. Para el sablazo de billete en primera —y enfrentado— que he encontrado más me vale no perderlo. Quiero salir por Cartagena. En un parpadeo intento hacer memoria de lo que ha sido la semana. Combinando trabajo con planes cada tarde-noche de despedida navideña no he estado con la almohada más de cinco horas ninguna noche. Noches variadas y diferentes. Cenas modernas y tradicionales, concierto de jazz en El Junco, copas de caballeros en el café del Príncipe, risas con señoras por Malasaña, más cafés por Malasaña, comidas. Necesitaba darme una noche y esa fue ayer —viernes 21.
El reloj muestra ahora las 1245. El tiempo está empezando a volar. Respingo de la cama. Desayunar, ordenar, elegir qué se viene y qué se queda —estos vienen [0]—, limpiar, comer, revisar que no se olvide nada conectado innecesariamente. Las 1556. El tiempo ha volado inexplicablemente. El taxista se lía maniobrando pero consigue dejarme en Chamartín en tiempo récord. Las 1624 mientras me sellan el billete al lado del tren. Date prisa que me cierran las puertas a las 1627. Busco el coche 2. Locomotora, 3, 4, 1 —¡pero esto qué es!— y entonces […] (continuar leyendo)