Empieza la mía. En ese preciso sitio es donde acaba tu libertad. Porque lo digo yo. Y me da igual si lo dictamina un juez —mangoneado o no por el poder político—, un mediador, el patriarca o incluso mi santa madre.
Si mañana te coloco en la portada de alguna revista en cueros y dándole al fornicio con tu señora, que sepas que estoy en mi derecho de la libertad de dibujar y publicar.
Si convoco a unos periodistas —imprescindible que lleven cámaras— y le meto fuego a tus fotos y grito muerte a tu nombre completo, que sepas que estoy en mi derecho de la libertad de uso del mechero.
Si vas por la calle y te lanzo unas tartas, o si te llamo de madrugada amenazándote o si te bombardeo el móvil con injurias —siempre y cuando no seas mujer— que sepas que estoy en mi derecho de la libertad de gastar bromas.
Si se te ocurre reaccionar a los tartazos y me atacas las partes nobles con la punta de los tacones, que sepas que estoy en mi derecho de la libertad de pedir que te apliquen el garrote vil en público porque has puesto en peligro mi futuro como padre.